HOMENAJE/ PARA CHEPÉN, MI PUEBLO
Escribe:
Blasco Bazán Vera
blascobv@hotmail.com
Motivado por la añoranza y cariño hacia el pueblo que me vio nacer, escribo la presente, con la más pura vehemencia de chepenano, confesando, que cuando yo era niño, muchas veces traté de ver cómo nacía mi pueblo al compás del alba mañanera, pero esta dama, vestida de añil, me ganaba en madrugar, truncando mi esperanza… ¡hasta que un día le gané!
Vi nacer a Chepén sin rosas y sin lienzos, apareció completamente desnudo y bello semejando a un querubín dispuesto a coger los rayos rubicundos del sol y me asombré de la ilustre majestad con que despedía a los últimos luceros.
Su color, bronceado por arenas de un desierto ignoto, lo volvía enigmático y, las rocas de su cerro, de ese sólido y gigantesco guardián de piedra, se volvían diamantinas que hasta el acero las apetecía, es decir: ¡asombrado descubría cómo era Chepén de niño, comprendiendo, por fin, por qué los sembríos de la hacienda Talambo tenían el mismo verdor de las de Lurifico, y por qué, los cañaverales de las haciendas Buenos Aires, Talambo y Santa Fe, confundían su dulce aroma con la agries de sus frondosos arrozales!
Conforme amanecía, vi, cómo. mi Chepén, iba vistiéndose con un traje hermoso de torero dispuesto a brindar su ruda faena un 20 de enero en el ruedo del “Toril”. Vi, cómo mi pueblo se emocionaba por causa del agitado movimiento que la gente daba en el famoso “Algarrobito” cuando seleccionaba a cual camión subir, para ir a sembrar los campos, y aumentaba su emoción, por los gritos de los panaderos al ofrecer el pan fastuoso, calentito y mañanero, colmado de fresca esencia que el horno le impregnó.
¡Pueblo querido! ¡Cuán apacible abrías tus brazos y dabas la bienvenida a los primeros rayos de sol que semejaban al cuadro que plasmó un artista al pintar, quizá, una fantástica batalla entre duendes buenos de leyendas ancestrales.
A lo lejos, vi cómo tu cementerio recogía las últimas almas que pasaron fuera aquella noche y sonreí porque tu cerro rezongón se alborotaba al tañer de las campanas que invitaban a la misa diligente.
Vi, cómo, las aguas de tu larga acequia, te partían en dos, unas, plomizas y quietas, recibían a las otras pardas y bravías de diciembre que núbiles y alocadas acariciaban las bóvedas de los puentes “Lima”, “Lurifico”, “San Sebastián”, “Balta” y “Alianza”, que se alegraban con sus caricias preñadas de barro y peces trayendo alegría a tus campos.
Tu parque infantil, se llenaba de flores y de nuevos perfumes, que embriagado por el canto de aves saltarinas, anunciaban la presencia del pequeño Don “Miguelito” Cevallos, fiel guardián y jardinero de ese entonces… ¡Por fin, Chepèn, te vi nacer y supe cómo ibas engalanándote, poco a poco, como sólo saben hacerlo los grandes monarcas de reinos no hallados!
¡Pueblo Querido!.. No colocabas sobre ti, ni lanzas, ni puñales; te adornabas con bondades y salterios para que tus calles largas y sazonadas por la lluvia del verano se santifiquen y prodiguen ternuras a quien las pise!
Así, en ese silente mirar te vi bailar, mi Chepén amado, tanto que tu ritmo y tu cadencia despertaron el numen de músicos y poetas para escribirte y cantarte la mejor de sus baladas; te vi danzar en puntillas al compás de una tenue nota musical sellada en el pentagrama de los ángeles de aquella madrugada… Pueblo mío, ¡te amé intensamente y agradecí a Dios haber nacido al amparo de tu tierra vigorosa!
¡De pronto!… te vi recoger frutas, y, cual soberano mago, las convertiste en alegrías, bondades, sabidurías, trabajos, verdades…y presuroso subiste a la cima de tu afamado cerro y las lanzaste como bendiciones para los que en ti vivimos.
Ya el gallo mañanero anunciaba al nuevo día y tú, pueblo querido, crecías y crecías que a tus plantas de cansaboca y cocal de tu señorial Plaza de Armas, las contemplaste, a la vez, que un rictus de dolor, surcó tu frente recordando tal vez la noche aciaga del 26 julio de mil novecientos cincuenta y ocho cuando la inocente sangre de tus tres hijos quedó regada como símbolo al valor que le enseñaste.
Luego, te vi ingresar a nuestra Santa Iglesia, y allí te fusionaste en la imagen del Patrón San Sebastián y en dulce sinfonía de amor y mágica elegancia, allí quedaste.
Por este recuerdo de fe, pueblo querido, cuando el inexorable momento de la vida llegue, permíteme descansar en tu regazo, para seguir cantándote, como solamente saben hacerlo, los hijos que te amamos.