SANTIAGO AGUILAR POETA DE ESTIRPE
Escribe:
Elmer López Guevara
Sucede que recién nos damos cuenta que un escritor ha sido un fenómeno literario y una gran persona cuando muere. Eso está aconteciendo con el poeta Santiago Aguilar, fallecido hace unos dos días. Nadie o casi nadie se acordó de él en los últimos años de su existencia. Qué bueno hubiese sido si todo este reconocimiento a su vida y obra que se está publicando en los medios, le hubieran dado a conocer en vida. Si hay alguien que se libra de todo es el cantautor William López, el famoso Rasu Ñiti, con quien se le veía siempre a su lado.
La feria del libro de 2013 llevó su nombre, pero ni eso bastó para que su poesía fuese revalorada. Un año después, cuando realicé una feria del libro en Salpo, a 3 500 metros de altura, Santiago aceptó mi invitación sin titubeos. Desde entonces me hice su amigo y empecé a visitarlo regularmente en su cubículo en la UCV. Fruto de esas conversaciones, sobre algunos datos inéditos de su vida, escribí en 2016 una reseña que no recuerdo por qué razones un diario local no lo publicó. Esto fue lo que escribí.
SANTIAGO AGUILAR
POETA DE ESTIRPE
Dueño de una poesía que se nutre de la tradición andina, Santiago Aguilar (Huamachuco, 1940) hace gala de un lenguaje poético culto e intenso pocas veces visto en la poesía nacional. De él, Jorge Chávez Peralta ha afirmado: «Tiene la fibra de un poeta de convicciones inquebrantables y trágicamente identificado con una aventura ontológica y social que aún no ha concluido.»
La Feria Internacional del Libro de Trujillo 2013 llevó su nombre. Esto determinó que el público y la crítica volvieran a su poesía, de veras intensa, señera, de estirpe.
Fue el azar de la vida el que lo llevó a germinar su pasión por la creación literaria. Empezaba la Primaria cuando el director de su escuela le encargó que aprendiese un poema de Los Heraldos Negros, de César Vallejo, porque debía recitarlo por el Día del Idioma. Santiago niño tomó la misión con mucha responsabilidad y el día de la ceremonia su intervención fue muy aplaudida, al punto que el director le encomendó que memorizase un poema para el Día del Campesino. Se trataba de «Niño de América» del uruguayo Gastón Figueira. A Santiago no le gustó lo de «Niño indio de los llanos, conmigo ven a jugar, todos los niños de América siempre nos hemos de amar», y declamó: «Niño indio, conmigo ven a jugar, pero no juegues con aquellos que te van a maltratar”. Desde luego, recibió la reprimenda verbal del director por el cambio de los versos, a lo que él le respondió que era esa la realidad, porque los niños indios eran maltratados por los hijos de los terratenientes.
El hecho no lo amilanó y más bien acrecentó su gusto por las letras. El hogar lo favoreció: su madre, prima de Ciro Alegría, tenía algunas aficiones líricas y su padre, el sacerdote de la localidad y lector voraz, ostentaba una biblioteca familiar envidiable, de la que el infante Santiago se nutrió a más no poder.
Cuando cursaba la secundaria en el colegio San Juan de Trujillo compartió la afición por los libros con amigos de más o menos la misma edad (tenía por entonces 14 años), entre quienes se contaban Juan Paredes Carbonell, Manlio Holguín, Eduardo González Viaña, Cristóbal Campana, Juan Morillo Ganoza (en realidad, no todos eran literatos; Manlio Holguín era un eximio dibujante; Armando Reyes, un pintor destacado), con los que formó el Grupo Trilce, que con el tiempo ha llegado a ser el grupo literario más importante después del Grupo Norte, ese gran conglomerado cultural que tuvo en César Vallejo su mayor representante.
Años más tarde, a mediados de los ‘60, cuando supo que la poesía le pareció la mejor vía para expresar sus sentimientos y sus preocupaciones ontológicas, publicó «Tinieblas elegidas» (1964), que mereció un auspicioso comentario del agudo crítico nacional José Miguel Oviedo, publicado en El Comercio. «¿Qué importa la ternura / el peligro, / los sonidos o la vida? / si ya no se puede soportar / a los héroes», sentencia en uno de sus poemas.
Además, destacan «Mito» (1966), «Confesiones fuera del almanaque» (1970), «Coral de Roca» (1984) y «La celebración continua» (2000), libros en los que, según Gonzalo Espino Relucé, «encontramos experimentación y ritmo, apego a una lengua culta de la que tiene que desprender de su sentido hispanista y la convierte en un recurso musical de diversa tonalidad».
En los últimos años, su producción ha sido constante. Lo muestran la novela «La balada del montonero» (2012) y el libro de poesías «Actos de fe» (2014). En el presente año, ha publicado el poemario «Nido de utopías» que ha concitado el interés de la crítica limeña tras el comentario de Ricardo González Vigil.
Gonzalo Espino le preguntó que por qué seguía escribiendo y Santiago Aguilar le contestó que lo hacía por «ese deseo tan humano de trascender. De estar presente en el mañana cuando ya te hayas ido». De hecho, Santiago tiene asegurada la terrenal trascendencia.
ÉLMER LÓPEZ GUEVARA, ESCRITOR. Elmer López Guevara es Premio Copé Plata 2010. Nació en Trujillo en 1962, es profesor universitario, escritor y corrector de estilo. Estudió Educación en la Universidad Nacional de Trujillo, especializado en Lengua y Literatura.