Escribe:
Sigifredo Orbegoso V.
Antes que se rompa el hilo de los recuerdos que afloraron con la despedida de Don Juvenal ÑIQUE, debo cumplir también con el deber moral de recordar y rendir mi homenaje, a un aprista de la Guardia vieja a quien casi nadie recuerda hoy; pero ¡cuánto le debe el Partido en la reorganización de las masas cañeras que fueron el baluarte aprista en el que alguna vez fue el «Sólido Norte»!
Me refiero a Don CARMELO LACUNZA RODRÍGUEZ. Cuando lo conocí tendría unos 50 años. Era todo un caballero de buenos modales, vestía siempre de terno y usaba sombrero de fieltro. Siempre sereno y no aparentaba su excelente capacidad para el trabajo clandestino. En el gobierno aprista del 45 creo que fue Suprefecto. Vivía en la segunda cuadra del conocido barrio de La Unión.
He dicho que desde la primera vez que tuvimos para asumir las consignas nacionales del PAP, había una que tenía el carácter perentorio: es decir la REORGANIZACIÓN DE LOS TRABAJADORES DE LAS HACIENDAS AZUCARERAS. Con la dictadura los sindicatos fueron desmantelados y los hacendados acentuaron sus métodos de control e información orientados por la PIP. Ese trabajo me tocó hacerlo bajo las órdenes y orientación de Don Carmelo. Desde un comienzo me di cuenta de una verdad incontrovertible: No se puede tener un Partido de masas proletarias si no se trabaja con ellas codo a codo. Mis experiencias y lecturas posteriores me confirmaron el aserto. ¡Cuán ilusos son aquellos aficionados a políticos que creen que los partidos se forjan desde los Canales de TV en presentaciones cotidianas!
Sin pérdida de tiempo, Don Carmelo, que asumió la Sec. de Organización en La Libertad, tomó los contactos que pudo, y luego me comunicó que dadas las circunstancias, nuestras visitas a las haciendas, serían al atardecer antes que obscurezca y que no comunicara a nadie de ello. Para el efecto él contrató a un compañero, me parece que se apellidaba Quispe quien posteriormente perdió la vista. Él tenía un carro de medio uso, pero en buenas condiciones. El contacto previamente indicaba a qué altura debíamos desviarnos de la pista para entrar en los cañaverales: pasando tantos cuarteles habría una banderita blanca, allí deberíamos descender y entrar al cañaveral. Esperándonos estaban entre 8 a 10 compañeros. Ellos informaban y Don Carmelo daba las directivas.
Al comienzo, de allí no más regresábamos; pero luego comenzamos a entrar a las afueras del pueblo en alguna casa de un compañero dónde, a media luz, nos esperaban cada vez más obreros. A veces nos invitaban algo que comer, pues estábamos ya hasta casi media noche. Nunca tuvimos contratiempos, felizmente. La gente ya tenía experiencia.
De esta tarea inicial, nunca he podido olvidar a un compañerito sin duda oriundo de la sierra, era cojito, usaba poncho y cargaba una alforja. Venía de las haciendas en el wagón que entonces llevaba y traía pasajeros de esos lugares a Trujillo. Era el contacto de absoluta confianza. A veces traía o llevaba comunicaciones y fijaba los lugares de las citas. ¿Y si a él lo detenían, torturaban y nos delataba? ¿Si nos tendían una emboscada en los cañaverales? Bueno, si uno se pone a pensar en eso, no hace nada. Se queda en su casa. Las batallas se emprenden con ánimo de ganar, aunque se pierdan. Y las Revoluciones también. Aunque una vez ganadas algunos las traicionen. Los Judas no han faltado en la mesa al lado del Maestro. Pero quedan esos héroes anónimos que como el serranito rengo de este breve recuerdo, su aporte desinteresado y valiente en la organización de la fuerza más importante del que fue un gran Partido revolucionario, su aporte nunca será valorado en su verdadera dimensión.
Finalmente vino del exilio Haya de la Torre, la Plaza de Armas de Trujillo estaba en gran parte cubierta por los obreros de las haciendas, fruto de la organización no de avisos pagados, ni de carteles ni volantes. Entonces no había TV, Redes sociales, ni celulares; pero allí estaban las masas de obreros que hoy faltan.