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Ningún medio de comunicación a nivel nacional informó sobre lo que ocurría en Trujillo.
Por
Manuel Rodríguez Romero
Periodista Colegiado
LUNES 18 DE JULIO DE 1977. La historia comienza cinco minutos antes de las diez de la noche, en víspera del gran paro nacional protagonizado por la clase trabajadora, liderada por la GCPT y otras organizaciones laborales y sociales del país, en protesta por las reformas laborales del régimen militar del general EP Francisco Morales Bermúdez Cerruti, promulgadas en mayo de 1977. Morales Bermúdez había reemplazado —tras golpe de Estado— el 29 de agosto de 1975, en la presidencia de la nación, al general EP Juan Velasco Alvarado.
El hecho no ha quedado en el olvido, pese a que, al parecer, nadie ha escrito algo al respecto. Han transcurrido 45 años y, que yo sepa, no se ha escrito en ninguna parte sobre este acontecimiento: es llamativo que el hecho se omita incluso en el libro Memorias de papel. 120 años de historia y periodismo, editado por el diario La Industria de Trujillo. La historia no se puede omitir.
Se trata de la clausura del diario La Industria, el subdecano de la prensa nacional, fundado el 8 de noviembre de 1895. La clausura fue una orden del gobierno militar de Morales Bermúdez Cerruti, en momentos en que el país estaba convulsionado por movimientos populares, ante el endurecimiento de la política económica y laboral del régimen militar. Fue en vísperas del histórico paro nacional del 19 de julio de 1977.
DIEZ DE LA NOCHE. Empezaba el cierre de edición del diario de la calle Gamarra, con la selección de las mejores noticias para incluirlas en primera página e identificar la noticia “abridora”, la de mayor impacto. Por entonces La Industria bajó su tiraje de impresión de 35,000 a 19,900 ejemplares por día, distribuidos principalmente en Trujillo, Chimbote, Cajamarca y Chepén. La reducción del tiraje fue adrede, para evitar una posible socialización, que la ley aplicó a los diarios de circulación nacional durante el mandato del general Juan Velasco. Buscando mejorar la situación general de los trabajadores, la socialización fue una política velasquista destinada a incorporar a los trabajadores al directorio de las empresas como accionistas con voz y con voto.
Por esa época el director del diario era Carlos Castro, que como tal tenía que estar en todas las circunstancias de la edición, hasta empezar el proceso de impresión. El cierre de edición, casi siempre, era tenso y expectante hasta determinar la noticia y el titular principal de primera plana. Esta era la última página en ser editada. Era una enorme responsabilidad el cierre de edición, pero al mismo tiempo una gran satisfacción.
La familia Cerro era (y es) la dueña de la Empresa Editora La Industria, dividida en dos grupos: la Cerro Moral y la Cerro Rinkler, más la Comunidad Industrial.
LA NOCHE DEL LUNES. tenía turno hasta pasada la medianoche, al término del proceso de composición en el área de foto mecánica. Había que verificar que las páginas estén en fotolitos (que era como el negativo de una fotografía). Luego de ser plasmadas en las planchas de zinc, eran colocadas en la rotativa offset.
Mi director, que era adicto al trabajo, acostumbraba a ir a descansar en casa, recién al promediar la una de la madrugada. Esa noche, a Carlos Castro le ocurrió algo inesperado y tuvo que ausentarse por un momento, por lo que me encargó avanzar el cierre de edición. Gran y delicada responsabilidad. La ventaja es que sabía diagramar y titular. En ese entonces la diagramación era manual (con papel a escala milimetrada y regla), no teníamos, como ahora, la facilidad del sistema digital.
LO INESPERADO. Estaba en la Dirección, que quedaba en el primer piso, pasando el patio de la casona colonial. De pronto entró a la oficina un mayor del Ejército. Los 40 soldados que lo acompañaban se distribuyeron por los diversos ambientes. Raudamente y bien armados, como si fueran a la guerra, incursionaron en las áreas de redacción, talleres y planta de impresión —en esta última estaba la rotativa.
“¿Dónde están los comunicados de la Federación Bancaria, de la CGPT, del Partido Comunista?”, me preguntó, sin saludo previo, el oficial del Ejército, indicando, sin mayor explicación, que se trataba de una intervención militar. Al preguntar por el director, le di las explicaciones pertinentes. No había tales comunicados o, en todo caso, los comunicados llegaban, como avisos contratados, al área de publicidad e iban luego al área de composición.
Los soldados “invitaron” a los trabajadores, “cordialmente”, apuntándonos con la bayoneta de sus fusiles, a salir a la calle. Cerraron el viejo portón: dos soldados armados se habían apostado en él, para evitar que alguien ingresara. Por aquel entonces, el jefe político militar en el departamento La Libertad era el coronel EP Fernández Péndola.
Imaginé que la ocupación militar era solo para parapetarse, a fin de que los soldados al día siguiente pudieran salir, en caso de producirse desmanes durante el paro. No fue así. Al día siguiente, al volver, a fin de estar mejor enterados, nos dijeron que el diario había sido clausurado por orden del gobierno.
LA NOCHE MÁS NEGRA. Los soldados nos sacaron (a los trabajadores) a punta de bayoneta, sin mediar explicación alguna. Solo apuntaban y decían ¡afuera todos! Tuvimos que salir uno tras otro, en fila india, extrañados de lo que ocurría, sin saber exactamente el porqué.
Los soldados inflexibles no permitieron sacar nada, ni siquiera cosas personales de los escritorios. Fuimos impedidos, incluso, de ir a los servicios higiénicos. Salimos a la calle inmediatamente ante la severidad militar. Voces de mando se escuchaban a cada instante. Eran los soldados que se desplazaban por los ambientes del inmueble, para cumplir la orden de que nadie se quedara, sólo ellos.
Pretendí subir al segundo piso, a la sala de redacción. Ahí estaba mi escritorio y la máquina Remington, fiel compañera en el trabajo. Al querer cruzar el patio de la vieja casona y dirigirme a las escaleras, una voz gruesa y con mucho acento, retumbó en mis oídos, e irradiaba temor. “¿Oiga… a dónde va? ¡Salga!”, dijo el parco soldado. Sin dudas ni murmuraciones tuve que cruzar las frías rejas y luego el portón de la casa editora. ¿Por qué nos trataban de esa forma tan prepotente?, era la pregunta que me hacía, y seguro que el resto de mis compañeros de trabajo también se la hicieron.
En la puerta principal estaban los soldados armados. Las bocacalles de Independencia-Gamarra y Gamarra-Pizarro fueron bloqueadas para peatones y vehículos motorizados. Las reuniones fueron prohibidas en toda la cuarta cuadra del jirón Gamarra, donde está situada la casa editora, donde se imprimían los diarios La Industria y Satélite.
EL DESCONCIERTO reinaba en los periodistas y en todos los trabajadores, sobre todo de las secciones de Armado, Pegado y Foto Composición, que a esa hora cumplían su horario normal de trabajo. Crecía la inquietud por saber que pasaba, cuál era el motivo para que los militares ocupen la sede del subdecano de la prensa nacional, fundado el 8 de noviembre de 1895 por Teófilo Vergel y Edmundo Haya de Cárdenas.
Las interrogantes fluían. Era las 11.15 de la noche. A esa hora ingresaba el personal de la planta de impresión. En esa área estaba la rotativa offset, la primera que llegó al Perú en 1967, procedente de Uruguay. Fue traída por gestión de don Vicente Cerro Cebrián, que, además de dueño, era un distinguido diplomático.
La impresión del diario empezaba a la una de la madrugada, tras un largo proceso, desde las 8 de la mañana de cada día, con la captura y redacción de noticias y diagramación de las páginas, de acuerdo con un rol predeterminado.
LA ANÉCDOTA. Antes de las 12 de la noche llegó el carismático y ocurrente compañero “Pecoso” Saavedra. Llegó presuroso a cumplir con sus rutinarias labores nocturnas. Era el jefe de planta, el responsable de que la rotativa funcione e imprima los casi 20 mil ejemplares. Adrede, nadie le puso sobre aviso de lo que ocurría. Queríamos ver su reacción frente a los soldados, que abrían el portón, para luego hacerle chacota. Muy al apuro tocó una y otra vez el portón y como nadie le abría, exclamó: “¡Abran la puerta, carajo!”. Esta se abrió lentamente y luego apareció la bayoneta de un fusil que le apuntó y una voz que ordenó retirarse de inmediato. “Tengo que trabajar”, contestó balbuceando “Pecoso” Saavedra. “¡Le he dicho que se retire!”, le dijo tajante y amenazante el soldado, por lo que regresó por donde había venido, ante las risas de un grupo de compañeros. Una vez más, Saavedra había sido víctima de una broma.
A la medianoche los grupos en las esquinas fueron dispersados. Uno, en el que me incluyo, optó por ir al bar café de “Pepe Lucho” (José Luis Blas Luján), en la séptima cuadra de Gamarra. La tertulia fue larga. Cada uno analizaba, a su manera, lo sucedido con La Industria, que nunca hasta entonces había dejado de circular, ni siquiera cuando la rotativa sufría desperfectos, pues cuando eso ocurría, la impresión se hacía en Chiclayo, donde se editaba también otro diario con el mismo nombre, de propiedad de la familia Cerro-Moral.
LA CONVERSA EN EL BAR-CAFÉ de “Pepe Lucho” se prolongó hasta altas horas de la madrugada, entre café y café y entre pisco y pisco, para despejar preocupaciones. A esas alturas, había trascendido que La Industria había sido intervenida, por disposición del gobierno de Francisco Morales Bermúdez, por los militares de la 32 División de Infantería del Ejército. El argumento, sin pruebas, habría sido que La Industria era un medio dominado por comunistas, que apoyaba el paro del 19 de julio de 1977 convocado por la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), Federación Bancaria del Perú (FBP), Central de Trabajadores de la Revolución Peruana (CTRP), a cuyos dirigentes se les relacionaba con el comunismo. Hasta se hablaba de que en La Industria había dos asesores comunistas, uno ruso y el otro cubano.
Aquella noche, los soldados, al parecer, tampoco durmieron. Se dedicaron a buscar y rebuscar material que incitara al paro, sin encontrar nada. Rompieron las chapas y violentaron los escritorios de los periodistas. Al otro día, una radio local difundió la versión que, en uno de los escritorios, los soldados habían encontrado armas de fuego y que La Industria tenía un asesor ruso. Era un invento para justificar la intervención y la clausura del diario de mayor influencia y circulación en Trujillo y el norte del país.
LA INCERTIDUMBRE crecía en los trabajadores de la casa editora. Estaba en peligro su estabilidad laboral, el sustento de sus familias. ¿Cuánto durará la ocupación militar?, ¿sólo uno o dos días? Nadie imaginó que duraría tres semanas.
La noche parecía la más larga: los minutos, las horas eran lentas. El país estaba prácticamente convulsionado, con el paro convocado por la CGTP, la central de trabajadores más poderosa del Perú, en protesta por las medidas antipopulares y antilaborales del gobierno de Francisco Morales Bermúdez, que contravenían a las dictadas por el gobierno del general Juan Velasco, entre ellas la creación de las comunidades laborales, que daban derecho a los trabajadores a tener acciones y estar representados en los directorios.
En el café de “Pepe Lucho”, cuadra 7 de Gamarra, a pocos pasos del mercado Central, diez compañeros de trabajo habíamos improvisado una especie de mesa de diálogo en torno a la ocupación militar. Cada quien expresaba su punto de vista, de acuerdo con su percepción y análisis. El periodista Mario Vigo era el más agudo en el análisis, dada su experiencia en lides políticas, pues de estudiante universitario fue dirigente, por lo tanto, tenía mayor y mejor visión. La ocupación militar al diario La Industria fue un caso sui géneris. Por entonces su línea editorial era progresista y en defensa de las mayorías. La empresa editora era administrada por sus trabajadores, con un gerente (Enrique Paz Esquerre), que llegó al cargo luego de ser secretario general del sindicato.
“Pepe Lucho”, nuestro anfitrión, se esmeraba en atendernos con un “capitán” (ron con Coca Cola) para disipar penas. Con sus ocurrencias y dotes de actor, como que era profesor de la Escuela de Arte Dramático, hacía amena la noche y la tensión disminuía. “No hay mal que por bien no venga”, “Ustedes son jóvenes, dejen de pensar como viejos pesimistas”, nos decía, para levantar el ánimo.
A LAS 3 DE LA MAÑANA decidimos marcharnos, cada cual a su casa, a dormir un rato, con el compromiso de volver a encontrarnos muy temprano frente a la casa editora. En mi caso solo pude dormir por ratos. Resonaba en mis oídos la voz de mando del mayor del Ejército, que me conminaba a entregar los comunicados del Partido Comunista, Federación Bancaria y CGTP y finalmente me ordenó, con fusil en mano, a salir a la calle. En mi sueño se revelaban las imágenes de los hoscos soldados que ingresaban por el patio y a punta de bayoneta nos obligaban a abandonar los ambientes. Eran “pesadillas”.
Esquina de las calles Gamarra-Pizarro, a una cuadra de la Plaza de Armas. Fue bloqueada para impedir ingreso de peatones y vehículos durante los dos primeros días de la clausura. Fotografía: © Manuel Rodríguez Romero
LA MAÑANA DEL 19. Primer día del paro, no circulaban taxis, ni buses, ni colectivos. La paralización era total, como en Lima, Arequipa, Cuzco y otras ciudades. Luego de caminar más de 20 cuadras, desde mi casa, llegué hasta el Banco Popular (hoy Sunat). Vehículos militares habían bloqueado las esquinas Gamarra-Independencia y Gamarra-Pizarro. Sólo podían ingresar personas que vivían en esa cuadra.
Curiosos llegaban hasta las esquinas para enterarse de lo que ocurría con el decano de la prensa del norte del Perú y subdecano de la prensa nacional. Los trujillanos habían sido impedidos de leer La Industria y de informarse de los detalles del paro. Era un flagrante atentado a la libertad de información.
Nadie daba razón exacta de lo que ocurría con La Industria y Satélite. Ni un comunicado del Ejército, tampoco del Comando Político Militar a cargo del coronel Fernández Péndola. Había un mutis, como si nada hubiera ocurrido. La gente se mostraba desconcertada por la no salida del diario. La radio y la televisión, a través de sus noticieros, informaban cómo transcurría el paro de protesta contra la dictadura militar de Morales Bermúdez.
El paro se dejó sentir en todo el país. Hasta ahora no ha habido otro igual. La represión fue fuerte contra líderes sindicales manufactureros, magisteriales, bancarios, etc., que fueron detenidos en Lima y otros lugares del territorio nacional y llevados al Sexto y a otros centros penitenciarios.
Plaza de Armas de Trujillo. Fotografía: © Manuel Rodríguez Romero
SEGUNDO DÍA DEL PARO. El paro terminó el martes 20. Cientos de detenidos a nivel nacional. La represión fue fuerte, pues estábamos bajo un régimen militar. Faltaba una semana para terminar el mes y el 25 debíamos cobrar la gratificación por Fiestas Patrias y el 30 el sueldo del mes, que al final no se produjo. Los trabajadores ya no teníamos dinero y la situación familiar comenzó a agudizarse. La opción era comprar a crédito los alimentos para el hogar.
La incertidumbre de volver al trabajo crecía. Más de cien familias necesitaban alimentarse. No quedaba más que aguantar el infortunio. Teníamos que ingeniárnoslas para superar la crítica situación. La solución fue la “olla común”. La idea surgió durante una reunión en casa del compañero Campos, en la Urb. El Sol. La historia, sin embargo, no termina ahí.
Cada mañana nos reuníamos en la esquina de Pizarro-Gamarra. Cada amanecer renacía la esperanza de volver al trabajo, pero al caer la noche esa esperanza se diluía. Era incierta la situación. Nadie sabía nada. Sólo se tejían rumores y versiones no confirmadas.
Una emisora propaló que La Industria fue clausurada por estar dirigida por comunistas. Se decía también que el diario era asesorado por un cubano y un ruso. Eran falacias antojadizas. Era mentira también que, en uno de los escritorios de la redacción, los militares hallaron un revólver.
La noche de la ocupación militar los escritorios fueron violentados y vaciados por los soldados, a fin de encontrar “pruebas” que justificaran la clausura: tal vez por eso la versión del hallazgo del arma de fuego. Era de suponer que los soldados querían encontrar los comunicados de la CGTP, la Federación Bancaria y el Partido Comunista, para justificar la ocupación.
Así pasamos una, dos y tres semanas. Fueron las peores fiestas patrias, sin gratificación y sin sueldo de julio. Es de imaginar la difícil situación familiar que vivía cada familia, en especial los niños.
LLEGÓ EL DÍA. Por fin, el 8 de agosto se reabrió el viejo portón de Gamarra 443. La expectativa, tras el anuncio, se prolongó por varias horas de la mañana. A las once dieron la orden para el reingreso de los trabajadores. La alegría y la tranquilidad retornaron y se reflejaban en los rostros.
Era un secreto que para levantar la clausura hubo un previo “acuerdo” entre el gobierno y la familia Cerro Moral, dueña principal de la empresa. El gobierno de Morales Bermúdez propuso una condición. Esta fue que el activo comandante AP Alfonso Burga Tello (†) fuera nombrado presidente ejecutivo del directorio de la Empresa Editora La Industria de Trujillo S.A. Con ello se ponía fin a los cinco años de la administración de los trabajadores, que la tenían desde setiembre de 1973, ante una coyuntura especial y con acuerdo de las tres primas Cerro Rinckler, que son, hasta ahora, accionistas minoritarias de la empresa. Ellas aquel año ofrecieron en venta sus acciones a la Comunidad Industrial.
En 1974 empezaron las gestiones para financiar la compra de las acciones, que se hicieron al más alto nivel del gobierno. Dos comisiones de trabajadores se entrevistaron en Palacio de Gobierno con el general Juan Velasco, que ofreció financiar la compra de las acciones a través de COFIDE. Sin embargo, el sueño de los trabajadores se esfumó con el “golpe” de Morales Bermúdez el 29 de agosto de 1975.
DETENCIONES. Cuando los trabajadores se disponían a ingresar a La Industria, en plena calle, detectives de la Policía de Investigaciones del Perú (PIP) “invitaban” a algunos compañeros ir a las oficinas de la urbanización San Andrés. “Hay una orden de arresto, pero solo por breves minutos, nada más”, era la expresión lacónica del oficial Andrade, encargado de dirigir el operativo por disposición del coronel Rivadeneira. El comando había encargado de la acción policial al oficial Andrade, dada su condición de “amigo” de algunos periodistas, con quienes se reunía cada fin de semana. “Hermanito, acompáñame. Es una orden de mi jefe. No me hagas quedar mal”, suplicaba en tono diplomático el oficial. Fueron más de 12 los detenidos y llevados a la dependencia policial.
FINAL CON DEPURACIÓN. Finalizada la clausura militar del diario La Industria, tras 21 días, comenzó la “depuración” de personal, mediante renuncias obligadas y detenidos. Algunos terminaron en El Sexto (Lima), junto a dirigentes del magisterio y la CGTP. Los que firmaban su renuncia salían de inmediato en libertad.
Los que elaboraron la lista de periodistas y dirigentes del sindicato detenidos, fueron los jefes de SINACOSO (Sistema Nacional de Comunicación Social), uno de Chiclayo y otro de Trujillo. Uno de ellos me enseñó la relación de quienes serían llevados a la PIP. Salvé de ser detenido a Víctor Hugo Paredes (†), jefe de redacción de Satélite, a quien le advertí que estaba en la relación. Tuvo que esconderse varias horas en un taller donde arreglaban máquinas de escribir, para luego ir a su casa a Huanchaco, desde donde pudo arreglar su situación. Después de 8 días volvió al trabajo.
Fotografía de la época. El comandante de la marina Alfonso Burga Tello (†), al centro, presenta al nuevo director de La Industria Grimaldo Luna Victoria (†) y al nuevo editor del dominical Félix Álvarez (+), el periodista autor de esta crónica Manuel Rodríguez Romero (saco a cuadros), y otros periodistas.
AHÍ NO QUEDA TODO. Burga Tello, que era del servicio de inteligencia de la Marina, llegó de Lima con el sable desenvainado. En sólo dos meses redujo la planilla a la mitad, de un total de 100 trabajadores. Hizo, a la vez, cambios de jefaturas en todas las áreas, en especial en la redacción, a fin de cambiar la línea editorial.
Designó director de La Industria al ingeniero civil Grimaldo Luna Victoria (†), rompiendo la regla y la lógica de que los directores tenían que ser periodistas. Mantuvo en la dirección de Satélite a Lorenzo Kcomt, que era confianza de los dueños. En mi caso puse mi cargo de jefe de redacción del suplemento dominical Llaqtary a disposición del comandante Burga Tello. “Comandante, soy jefe de redacción de Llaqtary y vengo a poner mi cargo a disposición”, le dije. “Tú no te vas”, me contestó. “Tú sigues”, añadió secamente y con una mirada dominante. Duré dos meses más. Fui cambiado y el suplemento dejó de llamarse Llaqtary y retomó el nombre original de Suplemento Dominical con Félix Álvarez Sánchez (†) de editor. De ahí para adelante, la historia es conocida.