CRÓNICA DE DOMINGO VARAS/ Desde Madrid La Casa de las Palabras

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DESDE MADRID/ LA CASA DE LAS PALABRAS

Por Domingo Varas Loli
Diccionario, no eres tumba, sepulcro, féretro, túmulo, mausoleo, sino preservación, fuego escondido, plantación de rubíes, perpetuidad viviente de la esencia, granero del idioma.
Oda al diccionario. Pablo Neruda.
Uno de estos días en que deambulaba por Madrid me encontré en las proximidades del Museo del Prado. El frontis bullía de turistas que hacían cola, la mayoría eran extranjeros y esperaban su turno para ingresar. Mi pasión por la pintura había sido calmada días atrás cuando asistí a la exposición sobre Rembrandt y el retrato en Amsterdam, 1590-1670 en el Museo Nacional Thyssen-Bornenmisza. Esta exposición fue una verdadera parusía y estaba todavía bajo el encantamiento de la pintura de Rembrandt que quería prolongar unos días más antes de ver la obra de otros grandes maestros de la pintura universal.
Ese día amanecí con la idea fija de visitar la sede de la Real Academia Española, por lo que desde muy temprano me interné en el centro de Madrid preguntando a los viandantes por el local de la RAE. Antes de salir me había agenciado de la dirección exacta: calle Felipe IV, 4, en el barrio de Los Jerónimos. Ya en las cercanías me desubiqué, la magnitud del Jardín Botánico me obnubiló y me extravié. Ni siquiera Google maps me pudo sacar de ese laberinto.
Estaba exhausto: había acumulado cuatro horas de caminata. Pero la curiosidad me consumía y me impulsaba a seguir buscando. Me sorprendía que los peatones a los que pregunté desconocieran el emplazamiento de la RAE. Me parecía inconcebible la indiferencia por una institución que a mí me parece el sanctasanctórum de la lengua española. Yo intuía que estaba cerca de mi objetivo y no me equivoqué. A una cuadra de la RAE, en las afueras de un restaurante conversaba un grupo de mozos y les pregunté. “La Real Academia Española” – se preguntaban unos a otros, con indisimulado asombro. Resignado a continuar mi caminata anduve una cuadra más. De pronto, vislumbré un edificio de arquitectura neoclásica que me pareció haber visto antes. Allí en un rincón rodeado de un ambiente taciturno se erigía el local de la RAE.
La simple visión de su fachada me hizo evocar la historia de esta centenaria institución fundada en 1713. En una arbitraria secuencia retrospectiva recordé las peripecias del tradicionista Ricardo Palma, quien en 1892 asistió a las celebraciones del cuarto centenario del descubrimiento de América y vino a España cargado de un equipaje de palabras. Lo animaba la ilusión de que fueran aprobadas y preservadas en el Diccionario de la Real Academia Española. El resultado de su gestión fue un estrepitoso fracaso. Todavía imperaba entre los académicos la visión hispanocéntrica que miraba a los hablantes de allende de los mares como usuarios de segunda clase, meros ventrílocuos del idioma.
La calle estaba vacía. Me acerqué hasta la verja negra que cercaba el jardín exterior y entreví que un grueso candado la cerraba férreamente. La RAE no es una institución abierta al público, atiende en horario de oficina asuntos burocráticos y los académicos ya no acuden a la sede porque desde la pandemia del coronavirus han empezado a sesionar telemáticamente. Esta corporación ha emprendido, desde hace algún tiempo, un proceso de modernización que incluye la creación de corpus léxico en archivos informáticos. Como botones de muestra el corpus del español actual registra 400 millones de formas y palabras, el fichero general más de diez millones de papeletas léxicas y lexicográficas y el corpus diacrónico del español 250 millones de registros desde los orígenes de la lengua española hasta el año 1974.
Mis evocaciones saltaron a un episodio más remoto, el de la fundación de esta corporación. Las evanescentes siluetas de los fundadores surgieron de entre las sombras. La más conspicua de ellas la de Juan Manuel Fernández Pacheco, el marqués de Villena, quien desde su palacio en la Plaza de las Descalzas de Madrid solía reunir en tertulia a un grupo de ocho humanistas – cuatro clérigos, un poeta, un abogado y un bibliotecario- que sonrojados porque la lengua española carecía de un diccionario decidieron acometer la ambiciosa empresa de elaborar un inventario que estuviese a la altura del esplendor que había alcanzado esta lengua. Las academias de las lenguas francesa, italiana, inglesa y portuguesa ya habían cumplido esta ardua tarea. Los tertulianos – a los que se sumaron otros tres integrantes- se propusieron dos objetivos: conformar una corporación bajo el patrocinio del rey y la elaboración del denominado Diccionario de Autoridades.
La proeza consistió en que mientras la Academia Francesa tardó sesenta y cinco años en llevar a cabo una tarea de alcances limitados el puñado de humanistas logró en veintiséis años inventariar, definir y autorizar con textos escritos, la masa fundamental del vocabulario español. El resultado de la más esforzada empresa de que puede ufanarse la cultura española fueron seis copiosos volúmenes, con un total de más de cuatro mil páginas. “Aquel Diccionario, del que nos separan casi dos siglos y medio, no ha muerto aún: debe seguir consultándolo quienquiera que desee leer un texto clásico con la debida profundidad”, señaló en 1979 Fernando Lázaro Carreter en su discurso de incorporación a la Corporación.
Estas ideas o imágenes se sucedían entremezcladas como una furiosa catarata mientras buscaba a alguien que me hiciera unas fotos para perennizar mi visita. Al fin apareció un viandante que accedió a mi pedido. Aún intrigado por el aspecto de la casa de las palabras me dirigí a una puerta lateral y toqué el intercomunicador. Quería entrar al edificio y conocer sus entrañas, pero la voz metálica que me atendió me puso los pies en tierra. No había atención al público. Resignado me despedí de esa voz implacable y me marché agradecido porque si bien no había conocido a un académico de carne y hueso los fantasmas de los académicos me acompañaron en esa fallida visita a la casa de las palabras y lo seguirán haciendo mientras hable y expire pronunciando este bello idioma.

Manuel Rodríguez



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